jueves, 6 de noviembre de 2014

Silencio: un maasai sueña

Partimos desde Valencia rumbo a Kenia para ser testigos del cumplimiento de un sueño: el sueño de William Ore Pele Kikanae, un niño maasai, que ahora, 40 años más tarde, ha hecho realidad.


Sobrevolando Nairobi viene a mi mente la melodía de la banda sonora de película Memorias de África: “I Had a Farm In Africa”, del compositor John Barry.
Un momento, no sigas leyendo, espera. Tómate un segundo y deja que te envuelva la música hasta que puedas escuchar la voz Maryl Streep decir: “Yo tuve una granja en África” ¿verdad que sientes que tú también tuviste que dejar un día arder aquella “granja” que ya nunca existió? (Continúa)
Contábamos con dos compañeros de viaje, Rosa Escandell, presidenta de la Asociación de Desarrollo, Comercio y Microcrédito (ADCAM) y William Kikanae que, en la actualidad, es el líder de las tribus Maasai en Kenia. A ella la conozco más por lo que hemos vivido que por los años que han pasado; a él me lo trajo ella. Y como todo lo que Rosa convoca ya sabía yo que habría algo mágico en ese hombre gigante, envuelto en un manto rojo de lana fina y con un bastón de mando entre sus manos negras.

El barullo y la niebla negruzca de la capital keniata nos mantienen aún en ese limbo musical hasta que llegamos a un aeródromo y conseguimos subir a una de las avionetas que, atravesando a golpe de escala el país, nos acerca al Maasai Mara.

Es impactante la primera vez que planeas sobre el fondo dorado y rojo de esas tierras vírgenes, la mente enmudece y el corazón se encoge cuando, al mirar por las ventanillas, y a punto de aterrizar, ves cientos de animales salvajes correr por el suelo caliente de la sabana pero ¡no ves ninguna pista de aterrizaje a pesar de que el avión continua su descenso!; se corta la respiración cuando las ruedas golpean la tierra y siguen la estela de polvo que dejan las cebras, los ñus y los avestruces al huir del ensordecedor ruido del motor. Cuando bajas de la nave ni te tiemblan las piernas a pesar de sentir que has sido, nuevamente, parido. Un instante de iluminación en el que comprendes por qué la vida nació en África. Estás en Maasai Mara. En casa.

Hakuna matata dicen los guerreros Maasai saludando y, a continuación, nos dirigen a un Land Rover al que, más que subir, hay que trepar para tomar asiento y no es necesario abrir ni las puertas ni las ventanas porque no las tiene. Nos ofrecen para cubrirnos el shuka, unas mantas muy finas de lana que van dibujadas con cuadrículas rojas y azules, prenda que usan tanto para vestirse como para cubrirse si hace frío. En tan solo 500 m pasas por un terraplén y diez socavones y entre vaivenes aprendes a dominar el cuerpo para no chocarte, como si fueses un saco de arena, contra el de al lado. 

Ya en nuestro destino un grupo de hombres y mujeres maasai, vestidos con sus shukas de colores chillones, nos rodean y comienzan a cantar y bailar para darnos la bienvenida. Sin cesar de danzar y dar palmas nos acompañan mientras caminamos sobre un serpenteante camino de hormigón, envueltos por un follaje húmedo y multicolor, hasta la entrada del hotel Ngerende Island. Un recinto de ensueño que cuenta con 10 cabañas, en las que solo pueden alojarse dos personas en cada una de ellas, ubicado a orillas de uno de los meandros del río Mara. 

Dejamos los equipajes y de nuevo en el coche avanzamos por la sabana. Es sobrecogedor ver tanta llanura y tanta vida en estado puro. Kilómetros y kilómetros de campo sin postes de electricidad, sin vallas publicitarias, sin señalización vial, sin basura, sin excrementos, sin podredumbre, sin cadáveres. El olor a tierra pura, a humedad, a vegetación; el aire en la cara y la libertad de sentir que allí no eres nadie, nada… tan solo parte de una cadena alimentaria. Ya nos avisaron Darwin y Maslow, con sus teorías, de cuán frágiles y predecibles somos. Sin embargo aquí, en este trozo de corazón africano, uno siente que, si es algo, es mortal. 

El coche nos lleva hacia lo alto de un barranco y se detiene. Bajamos y caminamos despacio hasta el borde del precipicio, andamos en silencio; se escuchan el sonido de nuestros pasos y el tintinieo suave, como cascabeles, que emiten las chapas redondeadas, que rodean sus shukas y decoran sus pulseras y collares, al chocar unas con otras. Un sonido que marca la sabana y avisa a las bestias de que está pasando un maasai. 

Al llegar al límite entre la tierra y el aire sentimos vértigo, no por la altura sino por el horizonte sin barreras que tenemos de frente y por un sol que parece una bola de fuego venida de otra galaxia y que inunda de sangre el fondo cian del cielo. 

“Tuve un sueño cuando era niño y me prometí a mí mismo cumplirlo, a pesar de que algunos pensaban que sería imposible y que era una locura” nos dice William mientras los guerreros, con sus lanzas, avivan la hoguera junto a la que estamos sentados. 


“Mi familia era muy humilde - nos cuenta - y desde muy pequeño tuve que trabajar para costear el hospital de mi madre. Lo pasamos muy mal porque, al no estar mi padre, mi madre, como mujer que era, no podía disponer de lo poco que teníamos ya que los temas económicos eran cosas de hombres. Así que para poder conseguir algo de dinero yo tenía que caminar todo el día para comprar las “beads”, unas bolitas pequeñas de cristal de colores que utilizan las mujeres para hacer sus artesanías, y vendérselas. El recorrido era muy peligroso, leonas, hienas…; pasaba mucho miedo cada vez que tenía que cruzar el río Mara y veía los cuerpos mutilados de animales mientras eran devorados por los cocodrilos, aunque era peor cuando estaba la orilla limpia y las aguas estaban quietas: no los veías. 

Aún así yo soñaba con que las maasai tuvieran derecho a tener propiedades, pudiesen tomar decisiones al igual que los hombres, que las niñas no fueran obligadas a casarse antes de los 18 años; veía la importancia de la educación y comprendí que los maasai tendríamos que explotar otros recursos económicos aparte de los turísticos”. 

Y así nos enteramos de cómo su negocio de las beads progresó hasta que pudo comprarse una bicicleta, ayudar a su madre en su enfermedad y adquirir un billete de autobús para Nairobi, con el fin de pedir apoyo para su comunidad. Un día fue proclamado jefe de su tribu en reconocimiento a su esfuerzo por conseguir sacar adelante a su pueblo así como ayuda sanitaria, agua potable y escolarización para los suyos. 

Durante 10 años hizo este viaje y habló con representantes políticos, empresarios, turistas e instituciones para encontrar la manera de seguir ayudando a los suyos. Algunos lo escucharon pero nadie lo llamó. Él nunca perdió la esperanza y estuvo siempre sereno a pesar de que contaba nada más que con su “bastón de mando”, una bicicleta y una sonrisa. Su constancia obtuvo recompensa cuando conoció a Rosa Escandell que, desde el 2005, se dedica a desarrollar proyectos de cooperación e iniciativas de responsabilidad social. 

Guardamos silencio un rato y escuchamos los chasquidos de la leña. El sueño de un hombre que contiene el ansia de la humanidad. Pasan las horas. El tiempo y el espacio allí es como si no existieran; en este remanso y, como si supiesen en qué pensamos, estos guerreros pacíficos sonríen, nos miran y dicen: “Ustedes tienen los relojes y nosotros el tiempo”. 

Rosa juguetea con unos chinarros y los lanza a las llamas mientras cuenta que desde entonces llevan 6 años trabajando en un proyecto que consiste en coser, para la marca Pikolinos, una línea de calzado y complementos a la que llaman “Colección Maasai”. 

Un atardecer alrededor del fuego escuchando anécdotas y riendo; entrada la noche, nos despedimos de Rosa y William y Samuel, el conductor del jeep, nos lleva de regreso al hotel para descansar. 

A la cabaña nos acompaña el cazacobras, un guerrero armado con una lanza, un arco y flechas y ataviado con un chubasquero, unas botas de agua y un sombrero de copa. Dentro, la chimenea está encendida, una mosquitera transparente envuelve la cama de sábanas blancas y, sobre ella, un puñado de flores dibuja un corazón. En la terraza, sobre los sillones beige hay unas mantas finas de color marrón chocolate y sobre la mesa unas velas, una fuente de fruta y una botella de vino. En la esquina, una bañera con agua caliente, pétalos de rosas y espuma de jazmín. Apenas a dos metros, cobijados bajo nuestra chabola, se escucha el movimiento de los hipopótamos y de frente, en la otra orilla, oímos el sonido de las ramas al moverse ante el peso, creemos, que de algunos monos. 

A las cinco de la madrugada, aún de noche, tomamos rumbo a la manyata, el poblado maasai, de William. Despuntaba el alba y la llanura quedó bañada de tonos grana y oro. El sol, nuevamente, parecía venir de otro mundo. Era frío y caliente, rojo y blanco, picante y jugoso. Los animales y las acacias, a contraluz, recortan con su figura el horizonte. 

Nos recibieron en la manyata vestidos con sus mejores cantos y galas; collares y pulseras de mil colores rodean sus cuellos y sus brazos; los hombres daban saltos en los que alcanzaban una altura que no parecía humana. La curandera de la tribu posó su mano sobre la espalda de mi compañera y ambas, abrazadas, comenzaron a llorar. Se reconocieron en esa mirada ancestral que tienen las mujeres “sanadoras”. Luego nos fue tocando uno a uno. Nos dio su medicina. Nos marcó con su bendición. 

Las construcciones de sus manyatas están hechas de barro, paja y maderas. Las cabañas forman un círculo que, a la vez, sirve de muralla para proteger a sus vacas de las bestias de la sabana. Son espacios pequeños, con un hogar de fuego en el interior. La vida en las tribus es de casa hacia fuera. No existe la intimidad. Ellos comparten y discuten hasta el más nimio de los detalles, sea personal o no, cada noche alrededor de un fuego y en esas llamas se conjura todo: el odio, el amor, los miedos… 

Fuera de la manyata, junto a unos arbustos hay una tienda de campaña grande de un descolorido gris por el sol. Sobrecoge saber que ahí, sola, vive Rosa. En la parte trasera de su albergue tiene, colgado de una rama, un cubo agujereado que usa a modo de ducha. “Ni te imaginas – dice- lo que es, cada mañana ducharme aquí y ver pasar las jirafas, los elefantes, las gacelas…, mientras me cae el agua por encima”. Creo que hay una maasai blanca en Kenia: ella. 

A pocos kilómetros del poblado se encuentra el campamento de ADCAM: un espacio vallado y salvaje en pleno Maasai Mara que podría, fácilmente, tener el tamaño de dos campos de fútbol y que alberga en el centro varias edificaciones: escuelas, dispensarios, comedor, barracones y cabañas. Nos sorprende ver a decenas de mujeres, vestidas con los khangas, sus trajes típicos, llenando con sus ropas de algodón, de mil colores, el bosque y el entorno del campamento. Llegan de distintas zonas de Kenia y de Tanzania, de donde podían tardar en llegar, andando, con sus niños a cuestas, incluso hasta una semana. Las vemos sentadas en el suelo, entre los arbustos, cosiendo detalles decorativos, con las brillantes beads, sobre los trozos de piel que adornarán zapatos, bolsos y cinturones. Esta actividad da trabajo a unas 1.600 maasais durante cinco meses al año. 


Los niños en la escuela. Allí es diferente, los niños y niñas sí quieren ir a clase e incluso están dispuestos a atravesar, llevando de la mano a los más pequeños, la sabana para no perder un solo minuto de aprendizaje. Los más desfavorecidos viven en el campamento. 

Rosa y William siguen soñando. Nos hablan de sus nuevos proyectos: un campamento solidario y una media maratón. Acaban de finalizar la construcción de varias cabañas. En ellas pretenden albergar a los grupos de turistas interesados en hacer safaris fotográficos y así poder sufragar, con esos ingresos, los gastos de la escuela. Les brillan los ojos mientras nos cuentan que, en otoño, planean organizar la primera edición de la ADCAM Media Maratón. 

De vuelta al hotel nos llevan a un paraje en el que el río Mara se ensancha formando un paisaje entre lunar y de acuarela. El atardecer anaranjado y el agua marrón y fangosa disuelven los relieves, los funde de tal manera que parece que formamos parte de una obra de Durero. 

Unos maasais recogen trozos de leña y forraje y encienden un fuego mientras otros se acercan a la orilla con un cazo para rellenarlo del líquido color miel y sabor barro. Lo calientan en la hoguera, le añaden unas hierbas recién cogidas y un chorro de leche de vaca recién ordeñada. Bebemos todos del mismo vaso igual que respiramos el mismo aire y nos calentamos junto al crepitar de las mismas llamas. Lo cojo como quien toma un cáliz sagrado, bebo un sorbo largo y lento, quema. Agrio leche; amargo hierbas; tierra madre que rechina en mis dientes. 

El sueño de William está cumplido y nosotros hemos sido testigos de ello. Fuimos como “turistas” de viaje a Kenia, sin embargo volvemos tocados. Tocados por el sabor a sangre de las tierras salvajes, marcados por la vieja mano de la sabiduría. Arrepentidos del agua clara y la sonrisa hueca. 

Antes de partir me acerco despacio al río y dos maasai, como si yo fuera una niña, me custodian. El cielo es una cúpula pintada de gris plomo y fresa y, a lo lejos, se ven los fogonazos de los relámpagos quebrar las alturas; los guerreros me cubren con uno de sus shukas para protegerme del frío y no la acepto porque quiero sentir cómo éste me corta la piel. La arena aún en mi boca, el amargo y el agrio. Dulce sabor a orillas del Mara pues sabes que si te acercas es tu perdición. Y es que allí, en su orilla, las tripas te dicen que el Mara no fluye: late. 


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